London
Exprés, día 1.
James
se despertó por el alboroto que había al otro lado de su puerta.
Miró el reloj de pared: era la hora de comer. Abrió un poco su
puerta y observó de quiénes procedían las voces que discutían en
el pasillo de su vagón: el conde de Saint Germain le gritaba a la
violinista Grace Shepard. No lograba entender lo que decían, pero
escuchó algo sobre un dinero robado. Aprovechó que cada uno se
metía en su cabina para salir y recoger lo que a uno de ellos se le
había caído: un anillo con las iniciales grabadas G y S, estaban
colocadas aleatoriamente, por lo que el detective James no logró
saber si sería del conde o de la violinista. Se lo guardó en el
bolsillo de su pantalón.
De
camino al restaurante, en el tercer vagón, cruzó la mirada conmigo
mientras yo salía de mi cabina. El restaurante se encontraba en el
segundo vagón, el primero era desde donde se conducía el tren.
Habíamos quedado en tratarnos como desconocidos para no levantar
sospechas. El restaurante del tren era amplio, lo suficiente como
para que cupiésemos todos los pasajeros, e incluso el maquinista,
tenía un estilo barroco muy bonito y las paredes empapeladas. No
podía distraerme con cualquier cosa, tenía que estar atenta.
La
anciana Aldridge hizo una gran entrada hablando en un tono elevado
con el joven de la cabina contínua a la suya, le hablaba sobre
modales y hacía como si ninguno de nosotros estuviese aquí, salvo
su maldito caniche, claro. El joven murmuró algo inentendible y se
fue al otro lado de la sala. La pareja de profesores entró hablando
sobre una guerra civil cuya fecha no recuerdo. Los turistas entraron
alegremente por la puerta, no sabía de qué hablaban; no hablo
alemán. Cuando yo llegué, el conde y la violinista ya estaban
sentados hojeando el menú. James se sentó en una mesa cercana a la
mía por si sucedía algo. Cuatro camareros entraron y empezaron a
servir platos. Tenían pinta de ser muy caros y muy exquisitos, por
eso no entendí qué hacía alguien como Mike Bennett en un tren como
este.
Después
de comer, James iba de camino hacia su cabina, escuchó una
conversación entre la pareja de profesores que le sorprendió un
poco.
-¿¡Y
quién es ella!?-exclamó Elizabeth, la mujer.
-Cariño,
cálmate, te prometo que no hay ninguna -dijo Christopher intentando
bajarle los humos.
Se
oyó un sonido como de un jarrón rompiéndose.
-¡Eres
un mentiroso, en cuanto baje de este tren pediré el divorcio!
-Elizabeth estaba llorando y gritando a la vez.
-Por
favor, mi vid...
-Esta
lencería es suya, ¿verdad? -le interrumpió Elizabeth. -No puedo
creer que me hicieras esto.
James
oyó que alguien se dirigía a la puerta y se fue inmediatamente de
allí.
De
camino a su cabina se sorprendió por la de cosas que se cocían en
aquel tren. Nunca le expliqué qué era lo que yo descubrí, no se lo
conté a nadie. Eran las cuatro, quedaba tres horas para mi muerte y
yo no lo sabía.
James
aprovechó que estaba en el último vagón para asomarse a un
agradable balcón que había en la parte trasera del tren a tomar un
poco el aire. Allí se encontró a Elizabeth sollozando.
-Buenas
tardes.
Ella
no le contestó.
-Escuche,
no sé qué es por lo que estará pasando, pero no merece la pena
-dijo James asegurándole que no tenía ni idea de la traición.
Estuvieron
los dos casi una hora allí fuera, en silencio, hasta que apareció
Christopher.
-Cariño,
te he estado buscando.
Elizabeth
se abrió paso a empujones para luego salir corriendo. Christopher
intentó seguirla.
Mientras
tanto, yo estaba en mi cabina leyendo. Tenía que encontrar una
manera de distraerme para no pensar en aquello que me dejaba todas
las noches en vela. No conseguía concentrarme, estaba leyendo y
releyendo todo el tiempo el mismo párrafo. Salí a pasearme un rato
por el tren. Me encontré a Elizabeth y sentí un a punzada de dolor:
lo sabía. Mike nos sorprendió de repente apareciendo delante
nuestra y se dio cuenta de que entre nosotras dos pasaba algo. Me fui
rápidamente sin mirar atrás.
Miré
mi reloj de pulsera: 06:55 p.m. Me dirigí a mi cabina. La hora se
acercaba y yo seguía sin saberlo. Cuando entré en mi cabina me
llevé un susto: no estaba sola. Había alguien delante mía, armado
y con cara de pocos amigos. El reloj dio las siete.
A
las siete y cuarto todos oyeron un ruido sordo: un disparo. Corrieron
hacia la cabina número 5 intentando salvar a quien estuviese herido.
Demasiado tarde, yo ya no estaba.
Nunca
creí en fantasmas, ni en que después de la muerte las almas siguen
vagando por la tierra en busca de los asuntos que los mantienen aquí,
hasta ahora. Vi mi cuerpo tirado en el suelo con un agujero de bala
en el pecho. Noté algo, me giré y me di cuenta de que el revisor
acababa de llegar y había pasado a través mía. Intenté decirle
qué había ocurrido, tardé en darme cuenta que nadie podía verme
ni oírme.
James
Montgomery llegó alarmado.
“-Llego
tarde”- pensó apenado.
Al
minuto llegaron todos los demás viajeros del tren, incluso el
maquinista, que había parado al oír el disparo.
-Atrás
todo el mundo -dijo James.
Me
colocó los dedos en el cuello para comprobar si tenía pulso.
-Está
muerta.